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martes, 19 de junio de 2012

Capítulo 3.- Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo D. Quijote en armarse caballero.

Y así, fatigado del pensamiento de que solo una firma le separaba de ser caballero, abrevió todo lo que pudo su opulenta cena, la cual acabada hizo llamar a los señores de la taberna y encerrándose con ellos en la caballeriza, la cual estaba plagada de columnas, hincose de rodillas ante ellos, diciéndole, no me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesía, me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano. El ventero que vió a nuestro Hidalgo a sus pies, y oyó semejantes tonterías, estaba lleno de un aire de superioridad, lo miraba como con pena, sin saber qué hacer ni decirle, el verlo en esa posición causaba en los señores, una enorme alegría; y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía.
No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío, respondió D. Quijote; y así os digo que el don que os he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana, en aquel día, me habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla de este castillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras en pro de los menesterosos, como está a cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado.
Los señores de la venta, que algo socarrones eran, viendo que ya era inevitable aceptar a Don Quijote como practicamente un igual, aunque ellos serían mas iguales, vinieron a imponerle diversas chanzas, a modo de novatada, para que Don Quijote fuese adaptándose a lo que se le venía encima.

Obligaron al futuro nuevo caballero, a untarse con caros unguentos, a maquillar su desastroza tez, pues como no podía ser de otro modo, un igual a ellos, aunque no lo fuese al menos debía parecerlo. Y para ello era necesario cambiar su rostro, no importaba que el resto de su cuerpo fuese una auténtica ruina, e incluso que su estómago pasase hambre, si las mejillas estaban bien sonrosadas.



Mandaron una copia del futuro contrato a Don Qijote, para que en la noche lo revisase. El nombre del tratado no era otro que Maritormes, y tras leerlo y no mirar la letra pequeña, Don Quijote se enamoró perdidamente de las subvenciones que Maritormes podía proporcionar. Parecía no importar los numerosos fallos que allí se contenían,todo era tan idílico, que en ese mismo momento, desenvainó su pluma y sustituyó el nombre de Maritormes por Dulcinea. La ceguera de Alonso solo era comparable a su locura.
Llegó el día siguiente, y aceptándose el único cambio que se propuso. Alonso pudo firmar ya por fin el contrato que de una vez por todas, y no solo en su imaginación y deseos lo habilitaba como caballero.

Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vió la hora Don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras; y echando gasolina de 98 octanos a Rockcinante subió en él, y abrazando a todos los que habían hecho su sueño posible, les agradeció la merced de haberle armado caballero. Los señores, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a las suyas, y sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la buena hora.

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