No podían gritar,
la expresión de sus bocas tristes marcaba cada rostro. Amontonados
unos encima de otros, aplastándose y casi sin poder moverse. Hacía
rato que el calor era notablemente más intenso. Los fluidos
corporales que aquella masa de cuerpos expedía, estaban
inseparablemente mezclados en aquel caldo, ya era imposible
diferenciarlos. Los del fondo estaban perdidos, casi ni se movían.
Él, con
desesperación, había conseguido subir y abrirse paso entre los
demás cuerpos. Ahora sentía que flotaba un poco y eso le permitió
tomar aire. A su alrededor solo veía horror, asfixia, y ahogo. Y
hacía calor, calor, más calor… ¿Por qué les hacían esto? La
especie humana no tenía límites, y si en alguna parte los tenía,
eran tan insospechados que era como si no existieran. Tarde o
temprano este peligroso defecto acabaría con ellos mismos. Paró de
pensar. Inmediatamente se movió sobre sus compañeros, sin poder
apartar los ojos de sus bocas tristes y mudas al pasar a su lado. Ya
no tenía duda, veía cadáveres. Se amontonaban en torno a él.
Horrorizado avanzó sobre ellos y estirando su cuerpo al máximo
consiguió llegar al borde de aquel contenedor caliente y salió.
Estaba aturdido,
sudaba. Huir de ese lugar era lo único que podía hacer, ningún
rescate era posible ya para los demás, todos, como él mismo,
arrancados de su hogar, de aquí y de allá. Se arrastró sobre una
superficie extremadamente fría. Aunque todo a su alrededor estaba
borroso, pudo distinguir una vaga claridad. Se esforzó hasta llegar
al lugar de donde provenía la luz y su visión empezó a ser más
clara: era una ventana. Sin mirar, tomó aliento y saltó al vacío.
Tras el golpe sintió
la tierra húmeda bajo su cuerpo. Respiró y volvió a reconocer el
olor a hierba mojada. Entonces se replegó dentro de su caparazón y
durante la noche el rocío envolvió la espiral de su concha una vez
más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario